lucha

Cuando la lucha se hace cotidiana

Suena la alarma y me despierto. Poco a poco me levanto y me estiro. Me pongo de pie y voy al baño, como cualquier persona en un día normal. Prendo el teléfono para ver qué está pasando y para leer lo que me han escrito. Los primeros mensajes que respondo son los de mis conocidos que me preguntan cómo estoy,  afortunadamente les puedo responder que bien o mal, por lo menos aún estoy.

Luego viene el desayuno, la comida más importante para poder tener un día productivo. A veces tomo café, a veces no. Unos días como pan; otros, galletas, pero por suerte siempre tengo algo para desayunar. Me siento a hablar un poco con mi mamá, ella se preocupa, pero comprende porqué hago esto. Me voy a mi cuarto y pongo  alguna serie en la televisión. A veces ni la veo, pero ya es una costumbre. Tal vez me hace sentir como si fuera un día normal, no lo sé.

Abro el bolso y reviso mi guante, mi máscara y mi casco. Busco algo de ropa cómoda, los mismos zapatos cómodos que siempre utilizo para poder correr sin tropezarme y guardo una camisa extra porque uno nunca sabe. Como la hidratación es vital, voy a la nevera y saco el pote de agua que puse a enfriar en la noche.

Paso por el cuarto de mi mamá y le doy un abrazo. Me hago el fuerte mientras a ella se le salen las lágrimas. Aunque no depende de mí, antes de pedirle la bendición, siempre le prometo que voy a volver. Me pide que me cuide mucho y que, sobre todo, no me deje agarrar. Apago el teléfono y lo dejo en mi casa porque es mejor prevenir que lamentar. No tengo plata para reponerlo si me lo roban y tampoco es demasiado útil en las protestas. Cuando vienen las bombas no te da chance de escribir un mensaje. Todo pasa muy rápido.

Recular no es una opción, pero es imposible no pensar en lo que pasó ayer y en lo que puede suceder hoy. Recuerdo cuando me presentaron a Juan Pernalete días antes de su asesinato. Pienso en cómo me cargaron antes de que me desmayara porque  el impacto del chorro de agua de la ballena me revolcó por la autopista e hizo que perdiera mi máscara en el medio del gas lacrimógeno. No podía caminar, hablar, ni respirar, creí que de esa no iba a salir. Pero afortunadamente me desperté en Salud Chacao. Golpeado, pero entero. Los nervios y el miedo siempre están presentes, más cuando me acuerdo que Neomar Lander estaba conmigo el día de su muerte.

Llego a la manifestación y veo mucha gente, muchas banderas volteadas y muchas pancartas con mensajes creativos. En el gentío hay todo tipo de personas. Hay niños, mujeres, ancianos y, por supuesto, jóvenes como yo, con un futuro inmenso por delante. Al principio todo va bien, siempre es así, pero sin aviso, a veces desde un puente, desde un edificio o desde otra calle, comienzan a llover las bombas lacrimógenas. Ya eso no me sorprende y mantengo la calma. Abro el morral y lo primero que me coloco es la máscara antigás, luego el casco y por último el guante.

En ese momento, además de bombas y perdigones, pasan muchas cosas por mi cabeza, pero recuerdo que pertenezco al grupo de choque porque la gente que tengo atrás necesita protección. Si no las cuidamos nosotros ¿quién lo hará? Los escuderos corren y se ponen al frente, yo me agacho y voy un poco más atrás. En la resistencia casi siempre somos los mismos y aunque no nos sabemos los nombres, ya somos como una familia. A pesar del peligro que corremos, somos solidarios. Tenemos un lema: “todos juntos”. Si cae uno, lo ayudamos todos, si uno retrocede, retrocedemos todos. Siempre vamos juntos.

El ambiente se va tornando peor y la adrenalina comienza a fluir, ya ni siquiera puedo contar cuántas bombas devuelvo al día. El dolor en el brazo es insoportable, pero no puedo parar.  Veo a los heridos pasar en motos, ayudo a otros casi desmayados a salir del frente. Le presto mi máscara a un desmayado. Es agotador combatir balas, bombas y perdigones con escudos hechos en casa. Lo único que podemos hacer es resistir.

A excepción de las tres veces que terminé inconsciente en centros de salud, siempre me regreso a mi casa por mis propios medios, pero exactamente nunca sé en qué momento retirarme. Creo que es cuando me doy cuenta que no tengo fuerzas ni para respirar o caminar y pienso que es mejor irme antes de que me pase algo peor. Es realmente frustrante porque cada vez que voy de regreso a mi casa pienso en una sola cosa: volví a perder. Nos derrotaron una vez más y sencillamente a ellos no les importa nada. Pareciera que apostaran por ver quien hiere a más personas. Les gusta robar. Les divierte matar.

Afortunadamente siempre llego a mi casa antes de darme por vencido, porque ahí es donde vuelvo a pensar que tenemos que salir de esto. Me motiva ver a mi mamá. Me motiva pensar que estoy aportando un granito de arena y por eso debo que seguir adelante. Si esto ayuda en algo a Venezuela, yo seguiré luchando. No sé si la protesta dará resultado, pero estamos causando impacto visual y hacemos notar que las cosas no están tranquilas como ellos dicen.

Una ducha de agua fría siempre me repone mentalmente porque me ayuda a pensar. La cena me devuelve la fuerza física y las noticias de los hermanos caídos me dan la motivación para seguir.  Guardo el pote de agua en la nevera y me acuesto a dormir pensando en que un día más de lucha, es un día menos de dictadura.

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